sábado, 6 de agosto de 2011

El Destino

La vidente, señalando las cartas, me dijo que en unos meses, mi vida cambiaría de forma radical; pero no me dijo en qué consistiría ese cambio El tiempo pasaba, y viendo que todo seguía igual, me divorcié de mi marido, aunque en realidad lo quería; cambié de ciudad, aunque mi ciudad me gustaba y me busqué un trabajo distinto al que tenía, aunque la verdad es que disfrutaba en él. Ahora, cuando veo mi vida tan cambiada, echo de menos a mi marido, a mi ciudad y a mi trabajo, pero qué le voy a hacer, si ese era mi destino.

Abandono

Luis mira el reloj y se da cuenta de que son más de las diez; paga y sale con prisas del bar, seguro que Sonia tendrá la cena preparada y cara de pocos amigos. Al entrar a casa, lo primero que le llama la atención es que está a oscuras; se va derecho a la cocina y lo único que encuentra es una cazuela tapada con pollo al ajillo en la vitro. Llama a su mujer, pero no responde nadie. Mira en el perchero y no está su bolso. De repente, un escalofrío le recorre el cuerpo. Sentado en la cocina recuerda la pelea de anoche. Su mujer le recriminó el pararse a tomar unas cervezas con los amigos antes de volver a casa, y le dijo que estaba cansada de esperarlo. Después empezaron a salir más trapos sucios, y la noche terminó con un portazo y una frase de Sonia: “eres como mis almorranas, te sufro en silencio y ya estoy cansada; cualquier día no me encuentras aquí”. La llama al movil, pero salta el contestador. Un sudor frío le perlea la frente. Se ha ido, me ha dejado. La angustia lo reconcome y los pensamientos se le amontonan en la cabeza. En ese momento, escucha la puerta que se abre, y entra Sonia, atusándose el pelo. Luis, blanco como la pared, corre hacía ella para recibirla con un beso, mientras ella extrañada comenta: “Cariño, lo siento, tuve que bajar a la farmacia de guardia…”.

Al Fondo

Aligero mis pasos hacia el fondo: a la derecha está la puerta. Con ímpetu intento abrirla, pero no cede: el pestillo esta echado. Un sudor frío recorre todo mi cuerpo, noto como se me eriza el vello y se me pone la carne de gallina: un escalofrío me sube por la nuca. Pienso en relajarme: respiro profundamente varias veces. Miro hacia atrás: tengo la sensación de ser observada. Tengo las mandíbulas apretadas y mi cara refleja: «no puedo más». Aunque nadie me mira, cada segundo que pasa me siento más y más incomoda: siento mil ojos clavarse en mi nuca. Ya debe quedar poco para que se abra la puerta, la espera parece una eternidad: me desespero. Mi respiración se agita y el corazón se me dispara: mi cuerpo se tensa. Intento entretener mi mente: miro la puerta (es de madera oscura, quizás roble... tiene dos grandes cuarterones, uno encima de otro; el picaporte dorado se transforma en mi mirada, diciéndome: «gírame»). Sin darme cuenta, mis pies dan pasitos cortos, casi saltitos: esta espera me desespera. Por fin escucho descorrer el pestillo: unos segundos más y todo acabará. Con las piernas cruzadas y disimulando, estoy debatiéndome en ése instante crítico del que se sale vencedora y airosa o abochornada y avergonzada, triunfal o vencida por la situación: este es uno de esos momentos en la vida en la que una es completamente vulnerable. La puerta se entreabre… y de un empujón aparto a la rubia gorda. Mi meta a sólo unos pocos metros. Cierro tras de mí. Sin tiempo de descolgarme el bolso intento llegar a él y... por fin me siento. Un suspiro de alivio sale de lo más hondo de mi ser: creí que no llegaba.

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